Por: Isadora Borges Monroy, México D.F./California
Un libro sin marcas es un libro que no fue leído. Por supuesto que marcar un libro de la librería es una falta de respeto, pero cualquier otro libro debería tener marcas del lector: señalamientos, comentarios, correcciones ortográficas de aquellos minuciosos lectores, dobleces en las páginas para recordar pasajes y notas que refuten argumentos. Estas huellas sentimentales o académicas me recuerdan de la premisa central de filósofos contemporáneos como Cory Doctorow: las ideas no deben ser tratadas como contenido y propiedad, porque no pueden ser contenidas (o encerradas).
Lo que yo leo no debe quedarse estéril en una página, no si es de interés, no si contribuye a mi comprensión intelectual. El mundo de las publicaciones se encuentra en un momento difícil: aunque ha habido grandes avances en alfabetización, pocos adultos leen por placer y la variedad de fuentes de donde podemos obtener noticias se ha expandido a expensas de la protección de la profesión periodística. En general, la presión viene de dos lugares: más cosas compiten por nuestra atención (¿estoy en internet chateando con amigos, veo televisión, leo, escucho música, o mejor podcasts de entretenimiento, o mejor de noticias?) y hay más contenido una vez que se superan barreras como acceso a internet o televisión de paga. Confrontados con esta escena los viejos jugadores se han tratado de proteger con diversos mecanismos, ya sea en la presentación de sus productos, o recursos jurídicos.
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